fórmula afectuosa, y por lo mismo doblemente hipócrita,
dado que el magistrado civil nada podía hacer en el particular,
sino ejecutar contra los herejes la terrible sentencia de la ley, cuyos
preparativos se habían hecho una semana antes.
El total de convictos ascendía a treinta, de los cuales diez y
seis eran reconciliados, y los restantes relegados al brazo secular, es
decir, entregados al magistrado civil para que los ajusticiase; mas hubo
pocos de los condenados a las llamas que, al acercarse a la hoguera, llenos
de terror por la horrorosa pena que los aguardaba, y confesándose
antes de morir, obtuviesen una conmutación de la misma pena; en
cuyo caso morían en garrote, antes de que arrojasen sus cuerpos
al fuego.
De todos aquellos únicamente hubo dos cuya fortaleza triunfó
hasta el fin del temor de los padecimientos, no queriendo aminorarlos
por no transigir con su conciencia. Bien merecen sus nombres conservarse
en las páginas de la Historia.
El primero fue don Carlos de Seso, noble florentino, que había
estado muy en gracia de Carlos Quinto. Unido con una señora distinguida
de Castilla, se traslado a España y fijo su residencia en Valladolid;
y habiendo abrazado las doctrinas de Lutero, no solo instruyo en ellas
a su familia, sino que con el mayor celo comenzó a predicarlas
en Valladolid y en los pueblos inmediatos: en una palabra, no hubo hombre
a cuya intrepidez y constancia debiese mas en España la causa de
la Reforma; y así, desde luego se señaló por blanco
a la Inquisición.
Durante los quince meses que permaneció encerrado en sus tétricos
calabozos, privado de todo trato y auxilio humano, se mantuvo constante
en sus creencias. La noche que precedió a su ejecución,
así que acabaron de leer la sentencia, pidió recado de escribir.
Creyeron que querría congraciarse con sus jueces haciendo confesión
plena de sus errores; pero no era este su intento, sino el de ratificar
su invariable creencia en los grandes principios de la Reforma. La protesta,
que ocupaba dos pliegos de papel, según el famoso secretario de
la Inquisición, era un escrito notable por su precisión
y energía. Al pasar por delante del rey cuando le llevaban al suplicio,
se encaro con él y le dijo: <<¿Así permitís
que se persiga a vuestros inocentes vasallos?>> A lo cual contestó
el rey con aquel célebre dicho: <<¡Si mi hijo cayese
en el mismo error que vos, yo mismo llevaría la leña para
quemarle!>> Estas palabras son en verdad un rasgo característico.
En el cadalso mostró Seso la misma fortaleza de ánimo confesando
la verdad de la gran causa por que se sacrificaba; y como tardasen mucho
las llamas en quemarle, llamó a unos soldados para que atizasen
la hoguera y terminasen antes sus agonías. Sus verdugos, indignados
de su obstinación, es decir, de su heroísmo, se apresuraron
a obedecerle.
El compañero de infortunio de Seso era Domingo de Rojas, hijo del
noble cuanto desventurado marqués de Poza, que había visto
condenados por la Inquisición cinco individuos de su familia, entre
ellos su hijo primogénito, a penas humillantes por sus heréticas
opiniones. Figuraba como reo de muerte, a pesar de ser fraile dominico,
siendo singular que una orden de donde salían los principales ministros
del Santo Oficio, contase tanto número de prosélitos de
la Reforma. Siguiendo la costumbre establecida con los eclesiásticos,
se permitió a Rojas conservar el hábito sacerdotal hasta
que se le leyó la sentencia, verificándose enseguida la
ceremonia de la degradación, despojándole de su vestido
y poniéndole el repugnante sambenito con grande algazara y burla
del populacho. Viendo que se acercaba su postrer momento, trató
de hablar a la muchedumbre que cercaba el cadalso; mas no bien pronunció
las primeras palabras, mandó el rey indignado que le pusieran una
mordaza, con la que, además de sujetarle la lengua, se lograba
atormentarle; y no se vio libre de ella, como era costumbre, ni aun al
arrojarle a la hoguera, temiendo sin duda sus enemigos los efectos de
una elocuencia que así triunfaba de la agonía y espanto
de la muerte.
El sitio de la ejecución, el quemadero, que así se llamaba,
era un lugar elegido con este objeto, extramuros de la ciudad. Los que
asistían a un auto de fe no tenían que presenciar necesariamente,
como creerán algunos, la trágica escena con que concluía.
La mayor parte del pueblo y muchas personas de distinción se trasladaban
al referido sitio; y en el caso presente, hay motivos para creer, a pesar
del lenguaje equívoco del biógrafo de don Felipe, que el
monarca quiso mostrar su afecto a la Inquisición presenciando la
horrible conclusión del drama, mientras sus guardias, mezclados
con los agentes del Santo Oficio, ayudaban a atizar el fuego.
Tal fue la cruel ceremonia que bajo al apariencia de una festividad religiosa
se creyó más a propósito para recibir al monarca
católico en sus dominios; y en todo el tiempo que duró,
que fue desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde,
no se advirtió síntoma alguno de impaciencia entre los espectadores,
tampoco es creíble que mostrasen interés alguno por las
victimas. Difícil seria encontrar espectáculo más
pernicioso para pervertir la moral y embotar la sensibilidad de un pueblo.
Con la sanción que recibió del trono, comenzó a arreciar
más que nunca la persecución: no había título
bastante sagrado ni clase tan elevada, que pudieran eximirse de las asechanzas
de un delator. En el transcurso de pocos años fueron condenados
nueve obispos a castigos humillantes por sus opiniones heterodoxas; pero
la victima más ilustre de la Inquisición fue don Bartolomé
de Carranza, arzobispo de Toledo. Como primado de las Españas,
se consideraba su dignidad en la Iglesia Católica únicamente
inferior al pontificado; y el proceso que se entabló contra este
prelado, causó más impresión en la cristiandad, que
cuantos hasta entonces se habían visto en los tribunales de la
fe.
Carranza, hijo de una familia antigua de Castilla, entró siendo
joven en un convento de dominicos, inmediato a Guadalajara. Por su vida
ejemplar, por sus grandes cualidades y su ciencia, mereció la estimación
de Carlos Quinto, que le nombro confesor del príncipe don Felipe.
Envióle además al concilio de Trento, donde maravilló
a todos con su elocuencia y con un escrito que publicó en contra
de la pluralidad de beneficios, que ya empezó a disgustar a algunos
de los de su orden. Cuando don Felipe pasó a Inglaterra para casarse
con la reina María, llevó consigo a Carranza, y también
se distinguió en aquella corte por el celo y habilidad con que
rebatió las doctrinas de los protestantes; únicamente manifestó
cierta intolerancia y espíritu de persecución que le hicieron
generalmente odioso, llamándole por esta razón el fraile
negro, nombre que le convenía, no solo por su color atezado, sino
por el hábito de su orden. Al volver Felipe a Flandes, Carranza,
que por dos veces había rehusado una mitra, fue nombrado no sin
tener resistencia por su parte, para la silla arzobispal, de Toledo. El
<<nolo episcopari,>> en este caso parecía sincero;
y más le hubiera valido persistir en ello, pues la elevación
a la Sede primada fue el origen de todos sus contratiempos.
Era proverbial el encono de los teólogos de aquel tiempo, y en
lo rencoroso nadie podía compararse a los eclesiásticos
españoles. Entre los enemigos que suscitó a Carranza su
fortuna el más implacable era el inquisidor general Valdés,
pues no podía el buen el buen arzobispo de Sevilla llevar con paciencia
que un humilde fraile dominico se hubiera elevado así desde la
oscuridad de un claustro a la más ilustre y rica de las mitras
de España. Con incansable pertinacia, que solo puede inspirar la
envidia, sondeó la vida del nuevo prelado para ver si descubría
en sus escritos o en sus conversaciones alguna palabra contra la fe; y
por fin se fijó en la circunstancia de que, si bien Carranza se
había siempre mostrado fiel a la Iglesia Católica Romana,
su larga penitencia en los países protestantes, y el haber manejado
sus obras, habían dado a su lenguaje, ya que no a sus actos. Cierto
colorido un tanto semejante al de los reformistas; de tal manera, que
parecía pensar del mismo modo que Pole, Contarini, Morone y otros
ilustres católicos, cuyo espíritu liberal y dilatada serie
de estudios sancionaron algunos de los dogmas luteranos, que fueron después
proscritos por el concilio de Trento. Uno de los cargos más fuertes
que se hacían al primado era su asentimiento a la doctrina herética
de la justificación por medio de la fe; en confirmación
de lo cual, el padre Regla, confesor de Carlos Quinto, como recordara
el lector, y un digno coadyutor de Valdés, denunciaron a Carranza
por las palabras de consuelo, que estando ellos presentes, dirigió
al Emperador en sus últimos momentos.
La elevada posición del acusado aconsejaba a sus enemigos proceder
con gran cautela, pues nunca los esbirros de la Inquisición habían
tenido que habérselas con presa tan importante. Confiando en su
propia autoridad, no quiso el prelado dar crédito a sus sospechas,
pero tampoco pudo esquivar el golpe, porque el brazo invisible que le
amenazaba era más fuerte que el suyo. El 22 de agosto de 1559,
los emisarios del Santo Oficio sorprendieron al arzobispo en su pueblo
de Torrelaguna, abriéndose las puertas de su palacio a la voz de
los ministros del terrible tribunal.
Sacáronle de la cama a media noche, le metieron en un coche, y
dando orden a los vecinos para que nadie se asomase a las ventanas, fue
llevado con una fuerte escolta a la cárcel de la Inquisición
de Valladolid. Este suceso produjo grande asombro en todas partes; pero
nadie se atrevió a pedir su libertad.
Hubiera debido el primado apelar de aquel atropello ante la Santa Sede,
como único poder competente para juzgarle, pero no quiso indisponerse
con Felipe que le había asegurado podía contar con él
en cualquier extremo; sin embargo, como a la sazón estaba en los
Países Bajos, pudieron los enemigos del arzobispo inducirle a sospechar
de su fidelidad; y una sospecha de herejía bastaba en semejante
caso, sobre todo cuando tan reciente estaba su promoción al arzobispado,
no solo para debilitar en el ánimo del rey el recuerdo de sus pasados
servicios, sino para trocar en espacio de dos años estuvo Carranza
consumiéndose en un encierro expuesto a todos los sinsabores con
que trataba de afligirle la malicia de sus enemigos; y tan aislado se
hallaba y tan apartado del mundo, que no tuvo noticias de un incendio
que consumió más de cuatrocientas casas de las principales
de Valladolid, hasta pasados algunos años.
Por último, participando el concilio de Trento de la indignación
de toda la cristiandad al ver que se prolongaba la prisión del
arzobispo, rogó a Felipe que mediase en el asunto y pasara la causa
a otro tribunal; pero el rey hizo poco caso de la súplica, porque
los inquisidores creían que admitiéndola se menoscababa
su autoridad.
En 1566 ascendió al trono pontificio Pío Quinto, hombre
de austera moralidad y de la más inflexible entereza, y siendo
dominico como Carranza, vio con escándalo el rigor que se empleaba
contra el prelado, y la vergonzosa lentitud con que se seguía el
proceso. Desde luego envió a España la orden de separar
de su cargo al inquisidor general Valdés, reclamando al mismo tiempo
la causa y el reo para ante su tribunal; pero el audaz inquisidor, temiendo
perder su presa, se propuso despreciar el poder de Roma como había
despreciado el del concilio de Trento. Acudió Felipe al pontífice,
mas Pío Quinto no cejó en su resolución, sino que
amenazó con una excomunión al rey y al inquisidor Valdés.
No quiso Felipe entrar en nuevas desavenencias con la corte pontificia,
mucho manos oyendo rugir a lo lejos la tormenta próxima a descargar
sobre su cabeza; y así al cabo de más de siete años
de encierro, fue enviado el arzobispo con la correspondiente custodia
a Roma. Recibiole el pontífice afectuosamente, hospedándole
en el castillo de Sant Angelo, y en las habitaciones que tiempos pasados
habían ocupado los mismos papas; pero aun se le consideraba preso.
Propúsose Pío Quinto examinar detenidamente el proceso de
Carranza; tarea sobrado ímproba para su Santidad, por el cúmulo
de papeles que era preciso tener a la vista, y sobre todo, porque a cada
paso le suscitaba inconvenientes la torcida intención de los inquisidores;
mas cuando al cabo de otros seis años se disponía a publicar
su sentencia, que se creía favorable a Carranza, ocurrió
la desgracia de pasar el pontífice a mejor vida.
Irritado el Santo Oficio al verse burlado de aquella suerte, recurrió
a roda clase de arterías para que el nuevo Papa Gregorio XIII fallase
a medida de sus deseos. Reunieronse nuevos testimonios, se añadieron
nuevas notas a los escritos del primado, apoyándolas con la sanción
de los más insignes teólogos españoles, y por último,
al cabo de otros tres años, anunció el Padre Santo su propósito
de resolver negocio tan enmarañado. Verificose este acto con extraordinaria
ceremonia: sentado el pontífice en su trono y rodeado de todos
los cardenales, prelados y funcionarios de la cámara apostólica,
se mando comparecer al arzobispo, solo y sin defensor alguno, pues nadie
se atrevía ni aun a saludarle. Llevaba descubierta la cabeza; de
su natural robustez, por efecto de sus enfermedades, mas que de los años,
no conservaba señal alguna, y en su rostro macilento se veía
pintada la languidez de la desconfianza. Hincóse de rodillas a
cierta distancia del Papa, y en esta humilde actitud recibió su
sentencia.
Declaróse que estaba contaminado con la perniciosa doctrina de
Lutero; se confirmó el decreto de la Inquisición que prohibía
el uso de su catecismo; y después de abjurar de diez y seis proposiciones,
que hallaron en sus escritos, quedó suspenso del ejercicio de sus
funciones episcopales por espacio de cinco años, en cuyo tiempo
había de vivir desterrado en Orvieto, en un convento de su orden;
y finalmente se le impuso por penitencia el visitar siete de las principales
iglesias de Roma y decir misa en todas ellas.
Este fin tuvo el proceso después de diez y ocho años de
dudas, ansiedades y encierros. Saltáronsele las lagrimas al desventurado
sacerdote al oír aquella sentencia, pero se sometió sin
proferir una palabra a la voluntad de su superior. Al día siguiente
comenzó a cumplir su penitencia; sin embargo, no pudo resistir
más, y el 2 de mayo, diez y seis días después de
haber fallado su proceso, murió Carranza de una afección
al corazón. El triunfo pues de la Inquisición no pudo ser
más completo.
El pontífice erigió un monumento a la memoria del primado,
con una pomposa inscripción en que se tributaban justos elogios
a su talento y ciencia, celebrando su valor cristiano y recomendando la
conducta ejemplar con que había correspondiendo a la confianza
de su soberano.”
|