INQUISICIÓN ESPAÑOLA

PROCESO DE CARRANZA

AUTOS DE FE

FRAGMENTO DEL LIBRO:
"HISTORIA DEL REINADO DE
FELIPE II
REY DE ESPAÑA"

De Guillermo H. Prescott
Traducida por D. Cayetano Rosell
Tomo I. Editado en Madrid en 1856 en Establecimiento Tipográfico de Mellado.

Nuestra Historia continúa con acontecimientos protagonizados por la religión católica en tiempo de Carlos V y Felipe II.
En 1559 se celebro un Auto de Fe, en Valladolid, al cual asiste Felipe II, acompañado de su hijo D. Carlos y de Dª. Juana.
Prescott, del cual hemos tomado el relato de los acontecimientos anteriores, también nos relata el proceso de Carranza, que tiene como triste protagonista a

Inquisidor General para el Santo Oficio.


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El relato según Prescott es:

Diose principio a la ceremonia con un sermón, que era el de la fe, pronunciado por el obispo de Zamora. Fácil es adivinar cual seria su argumento; fácil presumir que no faltarían en él textos de la Escritura; y a menos que el orador no renunciase al gusto de la época, que tampoco quedarían olvidados los escritores paganos, a pesar de lo mal que cuadrarían sus palabras a discurso tan ortodoxo.
Concluido que hubo el obispo, exigió el gran inquisidor juramento a toda aquella multitud, que con toda solemnidad lo repitió puesta de rodillas, de defender la Inquisición, de conservar la pureza de la fe y de delatar a todo el que faltase a ella. Al prestar don Felipe el juramento, acompaño sus palabras con la acción, y puesto en pie, desenvaino su espada como para declararse campeón valeroso del Santo Oficio. En los primeros autos de moriscos y judíos, no se exigió al soberano semejante juramento.
En seguida leyó el secretario del tribunal en alta voz un instrumento en que se manifestaba que los reos estaban convictos, y la sentencia que se había dado contra cada uno. Los que quedaban penitenciados, así que se pronunciaba la sentencia, se arrodillaban, abjuraban solemnemente sus errores, y quedaban absueltos por el inquisidor general; absolución sin embargo no tan lata, que dejase al reo completamente libre de pena en este mundo. A unos se condenaba a prisión perpetúa en las cárceles de la Inquisición, y a otros a castigos menores; pero a todos se les confiscaban sus bienes, formalidad que interesaba mucho a la Inquisición para que se omitiese nunca. Además, en muchos casos el reo, y por una perversa perversión de la justicia, sus descendientes inmediatos, quedaban privados para siempre de cargos públicos, y condenados sus nombres a perpetua infamia. Perjudicados así en su fortuna y reputación, entraban, según el lenguaje inquisitorial, en la clase de reconciliados.
Según iban volviendo aquellos infelices, custodiados por una fuerte escolta, a sus prisiones, fijábase la atención de todo el mundo en sus compañeros que, cubiertos con el sambenito, aguardaban la lectura de la sentencia, con la soga al cuello, una cruz en las manos, y otras veces una vela al revés, como para indicar su propia disolución. Aumentaba el interés de los espectadores, en el presente caso, la circunstancia de ser alguna de aquellas victimas, no solo ilustres por su clase, sino por sus talentos y virtudes. Sus miradas fieras, sus rostros macilentos, y a veces hasta sus miembros quebrantados, revelaban la historia de sus padecimientos en prisión tan larga, pues algunos de ellos se hallaban sumidos en los calabozos de la Inquisición hacia más de un año. Pero en sus altivos semblantes, que no mostraban indicio alguno de temor o debilidad, se descubría un destello de entusiasmo, como de hombres determinados a dar con su sangre testimonio de creencia.
Terminada la lectura de aquella parte del proceso en que los reos resultan convictos, los entregó el inquisidor general al corregidor de la ciudad, rogándole que los tratase con benignidad y misericordia;
fórmula afectuosa, y por lo mismo doblemente hipócrita, dado que el magistrado civil nada podía hacer en el particular, sino ejecutar contra los herejes la terrible sentencia de la ley, cuyos preparativos se habían hecho una semana antes.
El total de convictos ascendía a treinta, de los cuales diez y seis eran reconciliados, y los restantes relegados al brazo secular, es decir, entregados al magistrado civil para que los ajusticiase; mas hubo pocos de los condenados a las llamas que, al acercarse a la hoguera, llenos de terror por la horrorosa pena que los aguardaba, y confesándose antes de morir, obtuviesen una conmutación de la misma pena; en cuyo caso morían en garrote, antes de que arrojasen sus cuerpos al fuego.
De todos aquellos únicamente hubo dos cuya fortaleza triunfó hasta el fin del temor de los padecimientos, no queriendo aminorarlos por no transigir con su conciencia. Bien merecen sus nombres conservarse en las páginas de la Historia.
El primero fue don Carlos de Seso, noble florentino, que había estado muy en gracia de Carlos Quinto. Unido con una señora distinguida de Castilla, se traslado a España y fijo su residencia en Valladolid; y habiendo abrazado las doctrinas de Lutero, no solo instruyo en ellas a su familia, sino que con el mayor celo comenzó a predicarlas en Valladolid y en los pueblos inmediatos: en una palabra, no hubo hombre a cuya intrepidez y constancia debiese mas en España la causa de la Reforma; y así, desde luego se señaló por blanco a la Inquisición.
Durante los quince meses que permaneció encerrado en sus tétricos calabozos, privado de todo trato y auxilio humano, se mantuvo constante en sus creencias. La noche que precedió a su ejecución, así que acabaron de leer la sentencia, pidió recado de escribir. Creyeron que querría congraciarse con sus jueces haciendo confesión plena de sus errores; pero no era este su intento, sino el de ratificar su invariable creencia en los grandes principios de la Reforma. La protesta, que ocupaba dos pliegos de papel, según el famoso secretario de la Inquisición, era un escrito notable por su precisión y energía. Al pasar por delante del rey cuando le llevaban al suplicio, se encaro con él y le dijo: <<¿Así permitís que se persiga a vuestros inocentes vasallos?>> A lo cual contestó el rey con aquel célebre dicho: <<¡Si mi hijo cayese en el mismo error que vos, yo mismo llevaría la leña para quemarle!>> Estas palabras son en verdad un rasgo característico.
En el cadalso mostró Seso la misma fortaleza de ánimo confesando la verdad de la gran causa por que se sacrificaba; y como tardasen mucho las llamas en quemarle, llamó a unos soldados para que atizasen la hoguera y terminasen antes sus agonías. Sus verdugos, indignados de su obstinación, es decir, de su heroísmo, se apresuraron a obedecerle.
El compañero de infortunio de Seso era Domingo de Rojas, hijo del noble cuanto desventurado marqués de Poza, que había visto condenados por la Inquisición cinco individuos de su familia, entre ellos su hijo primogénito, a penas humillantes por sus heréticas opiniones. Figuraba como reo de muerte, a pesar de ser fraile dominico, siendo singular que una orden de donde salían los principales ministros del Santo Oficio, contase tanto número de prosélitos de la Reforma. Siguiendo la costumbre establecida con los eclesiásticos, se permitió a Rojas conservar el hábito sacerdotal hasta que se le leyó la sentencia, verificándose enseguida la ceremonia de la degradación, despojándole de su vestido y poniéndole el repugnante sambenito con grande algazara y burla del populacho. Viendo que se acercaba su postrer momento, trató de hablar a la muchedumbre que cercaba el cadalso; mas no bien pronunció las primeras palabras, mandó el rey indignado que le pusieran una mordaza, con la que, además de sujetarle la lengua, se lograba atormentarle; y no se vio libre de ella, como era costumbre, ni aun al arrojarle a la hoguera, temiendo sin duda sus enemigos los efectos de una elocuencia que así triunfaba de la agonía y espanto de la muerte.
El sitio de la ejecución, el quemadero, que así se llamaba, era un lugar elegido con este objeto, extramuros de la ciudad. Los que asistían a un auto de fe no tenían que presenciar necesariamente, como creerán algunos, la trágica escena con que concluía. La mayor parte del pueblo y muchas personas de distinción se trasladaban al referido sitio; y en el caso presente, hay motivos para creer, a pesar del lenguaje equívoco del biógrafo de don Felipe, que el monarca quiso mostrar su afecto a la Inquisición presenciando la horrible conclusión del drama, mientras sus guardias, mezclados con los agentes del Santo Oficio, ayudaban a atizar el fuego.
Tal fue la cruel ceremonia que bajo al apariencia de una festividad religiosa se creyó más a propósito para recibir al monarca católico en sus dominios; y en todo el tiempo que duró, que fue desde las seis de la mañana hasta las dos de la tarde, no se advirtió síntoma alguno de impaciencia entre los espectadores, tampoco es creíble que mostrasen interés alguno por las victimas. Difícil seria encontrar espectáculo más pernicioso para pervertir la moral y embotar la sensibilidad de un pueblo.
Con la sanción que recibió del trono, comenzó a arreciar más que nunca la persecución: no había título bastante sagrado ni clase tan elevada, que pudieran eximirse de las asechanzas de un delator. En el transcurso de pocos años fueron condenados nueve obispos a castigos humillantes por sus opiniones heterodoxas; pero la victima más ilustre de la Inquisición fue don Bartolomé de Carranza, arzobispo de Toledo. Como primado de las Españas, se consideraba su dignidad en la Iglesia Católica únicamente inferior al pontificado; y el proceso que se entabló contra este prelado, causó más impresión en la cristiandad, que cuantos hasta entonces se habían visto en los tribunales de la fe.
Carranza, hijo de una familia antigua de Castilla, entró siendo joven en un convento de dominicos, inmediato a Guadalajara. Por su vida ejemplar, por sus grandes cualidades y su ciencia, mereció la estimación de Carlos Quinto, que le nombro confesor del príncipe don Felipe. Envióle además al concilio de Trento, donde maravilló a todos con su elocuencia y con un escrito que publicó en contra de la pluralidad de beneficios, que ya empezó a disgustar a algunos de los de su orden. Cuando don Felipe pasó a Inglaterra para casarse con la reina María, llevó consigo a Carranza, y también se distinguió en aquella corte por el celo y habilidad con que rebatió las doctrinas de los protestantes; únicamente manifestó cierta intolerancia y espíritu de persecución que le hicieron generalmente odioso, llamándole por esta razón el fraile negro, nombre que le convenía, no solo por su color atezado, sino por el hábito de su orden. Al volver Felipe a Flandes, Carranza, que por dos veces había rehusado una mitra, fue nombrado no sin tener resistencia por su parte, para la silla arzobispal, de Toledo. El <<nolo episcopari,>> en este caso parecía sincero; y más le hubiera valido persistir en ello, pues la elevación a la Sede primada fue el origen de todos sus contratiempos.
Era proverbial el encono de los teólogos de aquel tiempo, y en lo rencoroso nadie podía compararse a los eclesiásticos españoles. Entre los enemigos que suscitó a Carranza su fortuna el más implacable era el inquisidor general Valdés, pues no podía el buen el buen arzobispo de Sevilla llevar con paciencia que un humilde fraile dominico se hubiera elevado así desde la oscuridad de un claustro a la más ilustre y rica de las mitras de España. Con incansable pertinacia, que solo puede inspirar la envidia, sondeó la vida del nuevo prelado para ver si descubría en sus escritos o en sus conversaciones alguna palabra contra la fe; y por fin se fijó en la circunstancia de que, si bien Carranza se había siempre mostrado fiel a la Iglesia Católica Romana, su larga penitencia en los países protestantes, y el haber manejado sus obras, habían dado a su lenguaje, ya que no a sus actos. Cierto colorido un tanto semejante al de los reformistas; de tal manera, que parecía pensar del mismo modo que Pole, Contarini, Morone y otros ilustres católicos, cuyo espíritu liberal y dilatada serie de estudios sancionaron algunos de los dogmas luteranos, que fueron después proscritos por el concilio de Trento. Uno de los cargos más fuertes que se hacían al primado era su asentimiento a la doctrina herética de la justificación por medio de la fe; en confirmación de lo cual, el padre Regla, confesor de Carlos Quinto, como recordara el lector, y un digno coadyutor de Valdés, denunciaron a Carranza por las palabras de consuelo, que estando ellos presentes, dirigió al Emperador en sus últimos momentos.
La elevada posición del acusado aconsejaba a sus enemigos proceder con gran cautela, pues nunca los esbirros de la Inquisición habían tenido que habérselas con presa tan importante. Confiando en su propia autoridad, no quiso el prelado dar crédito a sus sospechas, pero tampoco pudo esquivar el golpe, porque el brazo invisible que le amenazaba era más fuerte que el suyo. El 22 de agosto de 1559, los emisarios del Santo Oficio sorprendieron al arzobispo en su pueblo de Torrelaguna, abriéndose las puertas de su palacio a la voz de los ministros del terrible tribunal.
Sacáronle de la cama a media noche, le metieron en un coche, y dando orden a los vecinos para que nadie se asomase a las ventanas, fue llevado con una fuerte escolta a la cárcel de la Inquisición de Valladolid. Este suceso produjo grande asombro en todas partes; pero nadie se atrevió a pedir su libertad.
Hubiera debido el primado apelar de aquel atropello ante la Santa Sede, como único poder competente para juzgarle, pero no quiso indisponerse con Felipe que le había asegurado podía contar con él en cualquier extremo; sin embargo, como a la sazón estaba en los Países Bajos, pudieron los enemigos del arzobispo inducirle a sospechar de su fidelidad; y una sospecha de herejía bastaba en semejante caso, sobre todo cuando tan reciente estaba su promoción al arzobispado, no solo para debilitar en el ánimo del rey el recuerdo de sus pasados servicios, sino para trocar en espacio de dos años estuvo Carranza consumiéndose en un encierro expuesto a todos los sinsabores con que trataba de afligirle la malicia de sus enemigos; y tan aislado se hallaba y tan apartado del mundo, que no tuvo noticias de un incendio que consumió más de cuatrocientas casas de las principales de Valladolid, hasta pasados algunos años.
Por último, participando el concilio de Trento de la indignación de toda la cristiandad al ver que se prolongaba la prisión del arzobispo, rogó a Felipe que mediase en el asunto y pasara la causa a otro tribunal; pero el rey hizo poco caso de la súplica, porque los inquisidores creían que admitiéndola se menoscababa su autoridad.
En 1566 ascendió al trono pontificio Pío Quinto, hombre de austera moralidad y de la más inflexible entereza, y siendo dominico como Carranza, vio con escándalo el rigor que se empleaba contra el prelado, y la vergonzosa lentitud con que se seguía el proceso. Desde luego envió a España la orden de separar de su cargo al inquisidor general Valdés, reclamando al mismo tiempo la causa y el reo para ante su tribunal; pero el audaz inquisidor, temiendo perder su presa, se propuso despreciar el poder de Roma como había despreciado el del concilio de Trento. Acudió Felipe al pontífice, mas Pío Quinto no cejó en su resolución, sino que amenazó con una excomunión al rey y al inquisidor Valdés. No quiso Felipe entrar en nuevas desavenencias con la corte pontificia, mucho manos oyendo rugir a lo lejos la tormenta próxima a descargar sobre su cabeza; y así al cabo de más de siete años de encierro, fue enviado el arzobispo con la correspondiente custodia a Roma. Recibiole el pontífice afectuosamente, hospedándole en el castillo de Sant Angelo, y en las habitaciones que tiempos pasados habían ocupado los mismos papas; pero aun se le consideraba preso.
Propúsose Pío Quinto examinar detenidamente el proceso de Carranza; tarea sobrado ímproba para su Santidad, por el cúmulo de papeles que era preciso tener a la vista, y sobre todo, porque a cada paso le suscitaba inconvenientes la torcida intención de los inquisidores; mas cuando al cabo de otros seis años se disponía a publicar su sentencia, que se creía favorable a Carranza, ocurrió la desgracia de pasar el pontífice a mejor vida.
Irritado el Santo Oficio al verse burlado de aquella suerte, recurrió a roda clase de arterías para que el nuevo Papa Gregorio XIII fallase a medida de sus deseos. Reunieronse nuevos testimonios, se añadieron nuevas notas a los escritos del primado, apoyándolas con la sanción de los más insignes teólogos españoles, y por último, al cabo de otros tres años, anunció el Padre Santo su propósito de resolver negocio tan enmarañado. Verificose este acto con extraordinaria ceremonia: sentado el pontífice en su trono y rodeado de todos los cardenales, prelados y funcionarios de la cámara apostólica, se mando comparecer al arzobispo, solo y sin defensor alguno, pues nadie se atrevía ni aun a saludarle. Llevaba descubierta la cabeza; de su natural robustez, por efecto de sus enfermedades, mas que de los años, no conservaba señal alguna, y en su rostro macilento se veía pintada la languidez de la desconfianza. Hincóse de rodillas a cierta distancia del Papa, y en esta humilde actitud recibió su sentencia.
Declaróse que estaba contaminado con la perniciosa doctrina de Lutero; se confirmó el decreto de la Inquisición que prohibía el uso de su catecismo; y después de abjurar de diez y seis proposiciones, que hallaron en sus escritos, quedó suspenso del ejercicio de sus funciones episcopales por espacio de cinco años, en cuyo tiempo había de vivir desterrado en Orvieto, en un convento de su orden; y finalmente se le impuso por penitencia el visitar siete de las principales iglesias de Roma y decir misa en todas ellas.
Este fin tuvo el proceso después de diez y ocho años de dudas, ansiedades y encierros. Saltáronsele las lagrimas al desventurado sacerdote al oír aquella sentencia, pero se sometió sin proferir una palabra a la voluntad de su superior. Al día siguiente comenzó a cumplir su penitencia; sin embargo, no pudo resistir más, y el 2 de mayo, diez y seis días después de haber fallado su proceso, murió Carranza de una afección al corazón. El triunfo pues de la Inquisición no pudo ser más completo.
El pontífice erigió un monumento a la memoria del primado, con una pomposa inscripción en que se tributaban justos elogios a su talento y ciencia, celebrando su valor cristiano y recomendando la conducta ejemplar con que había correspondiendo a la confianza de su soberano
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José Martín Roldán